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LA VIDA VANGUARDISTA DE MARUJA MALLO


Fue una pintora gallega célebre por sus amoríos y amistades peligrosas. Decidió vivir su existencia en insobornable libertad y el personaje acabó por eclipsar a la artista. Ahora, su obra, meticulosa y audaz, vuelve a reivindicarse en una exposición.

ENTRAR EN ARCO en 1982 del brazo de Maruja Mallo debiera haber sido un gran acontecimiento, pero todo el mundo en Madrid era entonces tan abrumadoramente joven que nadie se paraba a pensar, ni por un instante, en lo excepcional de acudir a la primera edición de una feria de arte contemporáneo al lado de la última vanguardista. A sus 80 años, esta mujer especial, menudita y audaz, vestida con su traje de estilo hippy, su eterno abrigo de pieles, unos coturnos más altos que ella, los labios rojísimos y esos ojos listos pintados con unos rabillos enfáticos, seguía siendo devastadora en su inteligencia y arrojo de otro tiempo y otro lugar. “Querida, ¿es esto afición o ganado?”, preguntaba mientras las largas colas a la entrada de Arco se abrían a su paso, como el mar al de Moisés. Allí estaba Mallo, la última surrealista, aunque decir surrealista era entonces solo invocar la máxima libertad de lo moderno: la llamamos así porque, en realidad, no supimos cómo llamarla.

En 1982, dos décadas después de su vuelta a Madrid tras el largo exilio americano emprendido en 1937, Maruja Mallo —a ella le gustaba autodenominarse Marúnica— era una figura de culto entre los iniciados. Con su aire cosmopolita y ultramarino, con aquella risa cantarina y contagiosa, fanática de las meriendas y las cafeterías con autoservicio, se integró en los actos sociales y culturales madrileños con la misma naturalidad con la que había compartido plano con Pablo Neruda en las playas chilenas. Eso sí, siempre se encontraba más cómoda con las nietas que con sus abuelas, espetaba sin pestañear. Se apuntaba a una inauguración de Andy Warhol en la galería Fernando Vijande de Madrid, a la enésima visita al Museo del Prado —que adoraba— o a un curso sobre surrealismo dirigido por Antonio Bonet Correa en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo —su participación fue legendaria—. A pesar de los años, la curiosidad de Mallo seguía inquebrantable. Sorprendía la poderosa vitalidad de esa mujer noctámbula e insomne: “Querida, llevo 36 horas militando”, repetía en larguísimas conversaciones telefónicas hasta altas horas de la madrugada.



En los setenta había sido invitada de honor a las muestras de la madrileña Galería Multitud, la primera en apostar por la vanguardia en una ciudad que presentía cambios. En ella, Mallo representaba la constatación última de que el mundo no terminaba necesariamente en Atocha, tal vez porque su lugar y su tiempo eran cosmopolitas por definición, desde París a Buenos Aires, Punta del Este o Nueva York.Amiga de Ortega y Gasset, André Breton, Ramón Gómez de la Serna —autor de la primera biografía de la artista, en la que la calificaba de “bruja buena”—, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Concha Méndez, María Zambrano, Rodolfo Halffter, Victoria Ocampo, Alberto Sánchez, Benjamín Palencia, Miguel Hernández o Rafael Alberti —con quien vivió una gran pasión, a pesar de las páginas arrancadas de la biografía del escritor y del poco reconocimiento hacia Mallo como inspiración de la obra de teatro La pájara pinta, más allá de los figurines y los decorados—, estar cerca de Mallo era tocar con los dedos esa vanguardia 40 años escamoteada.
También amiga de dos de los más ilustres habitantes de la Residencia de Estudiantes, Dalí y Lorca, guardaba de ellos anécdotas que no hacían sino refrendar lo mítico de aquellos tiempos en que Madrid, España, fue vanguardista. Si Lorca le había robado un novio al decirle que parecía un príncipe ruso —el halago lo encandiló, recordaba Mallo entre carcajadas—, Dalí la definía tajante: “Maruja, eres mitad ángel, mitad marisco”. Con ellos había vivido aventuras sinsombreristas, muestras de una libertad nada corriente para una joven gallega que había llegado a Madrid en los años treinta para matricularse en la Academia de Bellas Artes de San Fernando y que montaba en bici y se quitaba el gorrito de rigor. Eran historias que tenían mucho de invisible manifiesto feminista que Mallo compartía con algunas de sus amigas, como la propia Concha Méndez o Josefina Carabias. Así, en una de sus anécdotas más conocidas, en una visita a Silos junto a Dalí, Lorca y Margarita Manso —y que tanto le gustaba recordar a Mallo—, para tener acceso al monasterio las mujeres se pusieron chaquetas a modo de pantalones. “Aceptaron nuestra entrada en el recinto sagrado como promotores del travestí a la inversa”.


Quién sabe si la modernidad de Mallo, presente en su pintura también, fue la que llamó la atención del filósofo José Ortega y Gasset, quien en 1928 la invitó a mostrar sus trabajos en la Revista de Occidente. En la exposición organizada en la sede de la publicación despuntaba la pintora meticulosa, precisa en su técnica y consistente con sus temas, ya apuntados en una de sus series más conocidas, Las verbenas, realizada entre 1927 y 1928. Se anunciaban en ella algunos temas fetiche de Mallo —la ciudad y sus habitantes, las diversiones populares, la pasión por la velocidad, la simultaneidad de escenas y perspectivas, el cuadro dentro del cuadro…—, que también se dan cita en las Estampas deportivas o las Estampas de máquinas y maniquís. En cada pintura, la artista ejercía un control férreo sobre lo que finge agolparse: “Soy ordenada sobre todo”, decía.

Los años treinta es el momento de Cloacas y campanarios, la serie más surrealista de Mallo. Se expuso en la galería Pierre de París, ciudad a la que llegó en 1932 becada por la Junta de Ampliación de Estudios y donde vivió el tan comentado encuentro con André Breton, quien llega incluso a adquirir una de sus obras, tal y como se pudo comprobar en la subasta de la colección del escritor. Los treinta también fueron el momento de las reflexiones constructivas. En esa época, el pintor Joaquín Torres García decidió instalarse en Madrid y reunir a un pequeño y exquisito círculo de artistas constructivos, entre los que se encuentra Mallo, a quien el uruguayo recuerda en sus memorias: “Maruja Mallo, que es personalísima”.


El círculo de Torres García, que frente al resto de la vanguardia no creía en las divisiones férreas entre figurativo y no figurativo, tuvo una enorme influencia en los trabajos de Mallo: subrayaron su pasión geométrica, su adopción del segmento áureo y su meticuloso estudio de la matemática. La pintora es siempre impecable con las formas en el espacio —tal y como ponen de manifiesto sus cerámicas perdidas— y obsesiva con los dibujos preparatorios que desvelan las formas camufladas y precisas debajo de lo que se ve. Ocurre en Sorpresa del trigo (1936), óleo donde evoca la naturaleza vigorosa, áspera e inesperada que había conocido en sus paseos con Miguel Hernández por los campos castellanos y que ella somete a su ojo calculador.

Mallo se llevaría sus lecciones matemáticas a América. Partió hacia Buenos Aires en 1937, tras sorprenderle la guerra viajando con las Misiones Pedagógicas. La excusa para marcharse fue una invitación de los Amigos del Arte de Buenos Aires para dar una serie de charlas, y la poeta Gabriela Mistral, embajadora en Lisboa en la época, fue quien le ofreció el salvoconducto necesario para embarcarse. Buenos Aires se convirtió en su base transatlántica en ese exilio, durante el cual mantuvo siempre fuertes lazos con España y su familia, en especial con su hermano: “Yo me carteo con mi hermano Emilio, que tiene farmacia con Nicolás Urgoiti y van a fundar un laboratorio”, escribe al escultor Jorge Oteiza en una carta del 29 de julio de 1957.


Desde Buenos Aires, acogida y protegida por sus muchos amigos influyentes, aprovechó las oportunidades de conocer lugares impensables para la España de esos años: Punta del Este, Valparaíso, Nueva York… No, nunca hubo miserias en su exilio. Y si las hubo, no se habló de ellas. Allí desarrolló su exquisito control sobre la pintura: creó murales como el del cine Los Ángeles de la capital argentina, perfectas geometrías como las de las series Naturalezas vivas o La religión del trabajo y asombrosos retratos, una de las facetas menos conocidas de la pintora pese a encontrarse entre las más fascinantes.

Precisamente es en los retratos donde se observa su control primoroso sobre el medio y su interés por el conocimiento, la puesta en escena de una Maruja Mallo hipnotizada por la variedad de las razas al otro lado del mar que, con sus pinceles, plasma con exactitud inigualable de trazo. Mallo nunca sucumbió a la tentación de pintar mal; no sabía hacerlo. Quizá por eso su producción fue escasa: apenas se conserva poco más de un centenar de óleos salidos de su mano —que se recogerán en el catálogo razonado en preparación— y tantos extraordinarios dibujos como los que han aparecido en el archivo de la artista, entre sus papeles y álbumes de trabajo. Tal vez, por fin, muchos años después de aquel 1982 en el que se entraba a la primera feria de arte contemporáneo del brazo de la última vanguardista, el personaje de Maruja Mallo, célebre por sus amoríos y sus amistades peligrosas, deje paso a la pintora sólida que fue, quizá precisamente por vivir en libertad.

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