domingo

LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN (27) - CARLOS CASTANEDA



PRIMERA PARTE  “LAS ENSEÑANZAS”

III (10)

Martes, 26 de diciembre, 1961 (1)

El tiempo específico de replantar el “brote”, como don Juan llamaba a la raíz, no estaba fijado, aunque se suponía que era el siguiente paso para domar el poder vegetal.

Llegué a casa de don Juan el sábado 23 de diciembre, temprano por la tarde. Estuvimos un rato sentados en silencio, como de costumbre. El día era cálido y nublado. Habían pasado meses desde que don Juan me diera la primera parte.

-Es tiempo de devolver la yerba a la tierra -dijo de pronto-. Pero antes voy a prepararte una protección. Tú la guardarás, y sólo tú debes verla. Como yo voy a prepararla, también yo la veré. Eso no es bueno porque, como te dije, no le tengo buena voluntad a la yerba del diablo. No somos uno. Pero mi recuerdo no vivirá mucho; soy demasiado viejo. Sin embargo, debes guardarla de los ojos de otros porque, mientras dura su recuerdo de haberla visto, el poder de la protección sufre daño.

Entró en su cuarto y sacó tres bultos de arpillera debajo de un petate viejo. Volvió al zaguán y tomó asiento.

Tras largo silencio abrió uno de los bultos. Era la datura hembra que había recogido en mi compañía; todas las hojas, flores y vainas apiladas con anterioridad estaban secas. Tomó el trozo largo de raíz en forma de Y, y luego ató nuevamente el bulto.

La raíz se había secado y enjutado y las barras de la horqueta se hallaban más separadas y contorsionadas. Puso la raíz en su regazo, abrió el morral de cuero y extrajo su cuchillo. Sostuvo la raíz seca frente a mí.

-Esta parte es para la cabeza -dijo, e hizo la primera incisión en la cola de la Y, que vista al revés semejaba la forma de un hombre con las piernas abiertas.

-Esta es para el corazón -dijo, y cortó cerca del ángulo de la Y. Luego cortó las puntas de la raíz, dejando unos siete centímetros en cada barra de la Y. Luego, con lentitud y paciencia, talló la forma de un hombre.

La raíz era seca y fibrosa. Para tallarla, don Juan hacía dos incisiones y pelaba las fibras entre ambas hasta la hondura de los cortes. Sin embargo, cuando se trataba de detalles, como dar forma a brazos y manos, cincelaba la madera. El producto final fue una figurilla de alambre: un hombre con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos en posición de aferrar.

Don Juan se levantó y fue hasta el agave azul que crecía frente a la casa, junto al porche. Asió la dura espina de una de las pulposas hojas centrales, la dobló y le dio dos o tres vueltas. El movimiento circular casi separó la espina de la hoja, dejándola colgada. Él la mordió, o más bien la tomó entre los dientes, y dio un tirón. La espina salió de la pulpa, arrastrando consigo un manojo de largas fibras: hebras de sesenta centímetros de largo  unidas a la parte leñosa como una cola blanca. Aun sosteniendo la espina con los dientes, don Juan trenzó las fibras entre las palmas de sus manos e hizo un cordel que ató alrededor de las piernas de la figurilla, para juntarlas. Envolvió la parte inferior del cuerpo hasta que el cordel se terminó; luego, con gran pericia, utilizó la espina como una lezna  dentro de la parte delantera del cuerpo, bajo los brazos cruzados, hasta que la aguda punta salió, como brotando de las manos de la figurilla. Usó de nuevo los dientes y, jalando con suavidad, sacó la espina casi por entero. Parecía una larga lanza sobresaliendo del pecho de la figura. Sin mirar ya la estatuilla don Juan la metió en su morral.

Parecía exhausto por el esfuerzo. Se acostó en el piso y se quedó dormido.

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