domingo

OCTAVIO PODESTÁ “EL VOLUMEN CANTA ENSEGUIDA”


Oscar Larroca / Gerardo Mantero

(La Pupila / junio 2012)

PRIMERA ENTREGA

Octavio “Toto” Podestá (Montevideo, 1929) es uno de los escultores uruguayos vivos más relevantes. A las numerosas muestras individuales que realizó se puede agregar su participación en muestras colectivas junto al grupo La cantera /1961 – 1963) y en los Salones nacionales y municipales. Su procedimiento recurre, esencialmente, a la reconstrucción de nuevas formas a partir de hierro de desecho -aun cuando el artista incorpora sus propias articulaciones- resignificando el desperdicio industrial. Sus figuras son resueltas con criterio mecanicista, en busca de movimientos lúdicos. Por esa razón, Podestá es el primer escultor nacional que incorporó el movimiento a la escultura (*). Su pertinaz trabajo se evidencia debido al acopio de centenares de piezas que se fueron aglomerando en pisos y altillos de su taller de la calle Monte Caseros.

“Toto”, en varias oportunidades se ha dicho que tu afición por el arte comienza a muy temprana edad. ¿Te vinculaste al arte desde pequeño?

Sí, me di cuenta cuando fui al liceo y me quedaba repetidor. En realidad antes, cuando estaba en la escuela y había que hacer algo que implicara dibujo. Incluso los mapas: me mandaban a mí.

¿En ese momento ya tenías claro que querías entrar a Bellas Artes?

No, una de mis hermanas concurría al viejo local que estaba en la calle Garibaldi y en ocasiones yo iba a buscarla y miraba un poco, pero todavía no sabía bien qué era lo que me pasaba. Mi hermana tuvo un novio, un alemán, que era pintor y a veces salíamos a dibujar y yo le mostraba cosas que hacía en casa, con barro del fondo, cosas que uno hace… Y también estaba aquel suplemento del diario El Día, de páginas en sepia, que siempre traía algo sobre pintura o escultura. Ahí empecé a intentar hacer algo con yeso, que tampoco sabía cómo se hacía. Después, en el liceo. Yo trabajaba ocho horas, iba al liceo nocturno. Un profesor, Castellanos creo que era, me invitó una noche al café y me dijo: “Mirá, las notas tuyas son un desastre pero tenés sobresaliente en dibujo, ¿por qué no vas a Bellas Artes, hacés el intento?”. Fue así, en el año 1947, tenía más o menos diecisiete años. Se me abrió un panorama increíble por el lado de la forma. Del color no, recién ahora de viejo hago algún ensayo medio oculto, medio presente con el color, pero nunca es el protagonista.

¿Cómo era Bellas Artes en ese momento?

Era un ambiente muy familiar, en total seríamos ochenta y pico, era un tête a tête con los profesores, con los modelos, con todos. Ahora van y son cuatrocientos en un salón.

Tuviste a Eduardo Yepes de docente.

Yo terminé la escuela y justo entra Yepes. Entonces yo me pedí un año más, medio libre. Cuando entra él, me pidió ver las cosas que habíamos hecho con profesores anteriores. Todos contentos, cada uno llevando sus cosas, y Yepes las mira y dice: “Estas son todas tortas, hay que empezar de vuelta”, y nosotros pensamos: “Gallego de mierda, la puta que te parió”, pero nos fue entrando de a poco. Y fue bárbaro, porque nos abrió un panorama estupendo. Sin negar lo otro, desde luego.

Después vos diste clases en Bellas Artes.

Pero sólo un año. Después me fui a Europa con la beca de la Escuela y en ese interín se cambió el plan de estudios. Cuando yo trabajaba eran dos cátedras, Técnicas de la madera, en la que trabajaba yo, y Técnicas de la piedra, que la dictaba (Julio) Marenales. Y eso se cambió con el plan. Cuando yo vine igual seguí en la Escuela porque era funcionario asistencial.

¿Y en Europa, con quién tomaste clases?

En París asistí al taller de (Henri-Georges) Adam, en la Escuela de Bellas Artes. A mí mucho no me gustaba, porque claro, había hecho modelado durante cinco años, y yo quería pasar al hierro. Entonces, después de algunos esfuerzos y pedidos, me mandaron al taller de Lászlo Szabó, un húngaro muy interesante. Estuve unos meses con él. La beca fue corta, desde luego. Duró nueve meses y estuve cinco meses más viajando por mi cuenta, con mil dólares que tenía, los alberges y tres invitaciones oficiales salvadoras…

¿Vos ya trabajabas con chatarra? Porque fundamentalmente se te conoce por incursionar en ese material.

No, todavía no.

¿Piedra?

En piedra hice unas pocas experiencias. Es más, yo lo que diseñaba era una maqueta que mandaba al picapedrero. Después tuve una experiencia en El Líbano con unos escultores, pero no pasó de eso. Me gusta pero no, la piedra hay que agarrarla de joven.

Empecé con la chatarra después de la segunda bienal de San Pablo, después de ver a (Alexander) Calder y toda esa gente. Yo andaba también con ganas de cambiar, porque el modelado me tenía un poco cansado… y la piedra era brava, Y de pronto empezamos a ver a Henry Moore o a Calder y a otros que nos hacían decir “¡La pucha que hay cosas para hacer!”. Con todo, yo tardé mucho tiempo en cambiar… Aunque con la chapa no, con chapa fina empecé al poco tiempo de volver. Tenía un amigo chapista que me conseguía materiales, pero es como el que hace talla, que una vez que dominás el ceibo, querés pasar al algarrobo. Enseguida quise probar con la chapa gruesa.

Nunca tuviste problema en conseguir la materia prima, entonces.

No, siempre la conseguí con unos amigos que tuvieron calderería. Yo iba allá y agarraba lo que quería. Nunca compré material, a no ser alguna cosa nueva para la que el material que tenía no me servía. Tampoco fui de andar por las chatarrerías porque no tuve necesidad, cuando la tuve fue porque tenía que hacer algo especial y ya entraba a buscar el material en la gran industria.

Se podría decir que en tus esculturas está presente también el tallado, el modelado; no se trata sólo de ensamblaje.

Es muy raro que yo diseñe una pieza, lo que yo encuentro me sirve como principio. De pronto, un cachito así es el punto de partida para una obra de tres metros, porque eso me va llevando. Yo dibujo y me gusta bastante, pero nunca hice una escultura a partir de un dibujo o si la hice, no marchó, me salió muy fría o muy amanerada…

Así que empezás por el material.

Sí, cualquiera de estas (señala obras del taller). ¿Ustedes se acuerdan aquellas correas de las fábricas, que eran como unas cintas de cuero que se unían después con un broche, una especie de gancho? Bueno, empecé con ese broche, diez centímetros. A ese le hice una cajita, a ese le puse dos patas, quedó de tres metros. Hice unas cuantas cosas para el cementerio judío. Ahí sí, fueron obras en piedra, pero como te decía, yo diseñaba la maquetita y la llevaba al picapedrero. Julio Marenales me llevaba a un taller donde picaban el granito, yo miraba y pensaba “¡Qué fácil!”. “Tome, pruebe”, me dice el tipo y yo le daba y le daba y sólo sacaba chispas, y ellos ¡pimba! Un solo golpe y sacaban un cascote. Cada pieza es el movimiento de una mano.

¿Marenales no trabajaba con madera? Porque él también es carpintero.

Fue carpintero después. En ese momento puede ser que haya hecho algo en madera, pero yo no lo recuerdo. Trabajaba siempre en piedra. Anoche, que lo escuché de casualidad con (Sonia) Breccia, se presentó como carpintero jubilado. A mí me dio pena, porque para mí más que carpintero es picapedrero.

Quienes trabajan la escultura de gran formato como vos, necesitan de un equipo de colaboradores.

Desde luego. Hay algunos formatos con los que me manejo solo, pero cuando quiero algo más grande, cuatro, cinco metros, preciso ayuda. Una porque el taller no me da, las herramientas son más bien manuales. Ya después tenés que ir a una fábrica que tiene un guinche de chapa más grande, cortadores, técnicos…

Hoy hablaste del modelito a escala para hacer una escultura en pìedra. Me hiciste acordar a Henry Moore.

¡Los millones que tenía! ¿Vos viste las fotos de su taller? Había maquetitas por todas partes.

¿Dónde comienza y dónde termina la creatividad del escultor? Porque allí no está la mano del escultor sobre la materia. No está la “plástica” directamente: hay un intermediario.

Hay un momento dado en que tenés que tener mucho cuidado. Yo me acuerdo, cuando éramos estudiantes y visitábamos a Zorrilla o Belloni, que ellos tenían también sus maquetas y las dejaban haciendo mientras hacían el viaje a Europa con el primer encargo grande que cobraban, porque no sabían si después iban a poder ir.

Los pintores del Renacimiento también tenían un séquito de alumnos y aprendices.

Desde luego… bueno, ese sería el ideal, que el taller tenga cinco ayudantes, entonces ya están acostumbrados y vos sabés lo que dan, eso es una comunidad, digamos.

¿Se ha ido perdiendo el oficio?

Bueno, sí, en realidad se perdió… se perdió incluso el oficio del yesero, por ejemplo… al menos en gran escala. El último taller fue el de (Luis) Ricobaldi, y fue lo mejor que hubo acá.

Tengo alumnos que van a Bellas Artes que dicen “No, yo no me voy a romper la cabeza manejando volumen, lo mío es otra cosa, yo quiero hacer esto para hacer un tipo de arte…”

…Efímero.

Efímero, o que pueda vehiculizarse a través de otras corrientes que no se hallan subordinadas al esfuerzo físico o la entereza intelectual.

La cultura mutó en la instalación. Las únicas instalaciones buenas que he visto por ahí son las de Luis Camnitzer o las de Rimer Cardillo. Después los otros te ponen el chupetito de la madre, la carta, y joden con todo eso… y bueno, es así.

¿Qué esculturas quitarías y cuáles dejarías de la estatuaria pública?

El “Monumento a la Carreta”.

¿Lo sacarías o lo dejarías? (risas)

Lo dejaría, lo dejaría. Dejaría también el caballo de Artigas, la de Yepes en la Plaza Virgilio, una figura de (Bernabé) Michelena que hay acá cerca del Hospital Español que es muy linda, “El Obrero Urbano” creo que se llama.

¿Y llegarías a decir: “Esto no puede estar acá. Es impresentable”?

La de Iemanjá, la de los jugadores de fútbol.

¿Qué pasa con la estatuaria ornamental, como las reproducciones del “David” de Miguel o la estatua de Confucio?

Pueden estar en un recinto. En un espacio que tenga algo que ver con la obra. Pero sacarlo de allí a la plaza pública, no tiene demasiado sentido, es como forzarlo. Personalmente no me gusta. Hay un caballito en la rambla, el caballo de Washington creo, un pinguito que estaba pensado, me da la impresión, para un patio interior de la embajada de Estados Unidos, pero puesto en esa inmensidad de paisaje pierde todo sentido. Hay otros ejemplos. El que está frente a la Facultad de Arquitectura está bien colocado, pero a la réplica de Donatello que está en Avenida Italia, el espacio se lo está comiendo.


(*) Información extraída de la página oficial del MNAV.

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