domingo

EL PRIMER MANIFIESTO DEL CONSTRUCTIVISMO DE JOAQUÍN TORRES GARCÍA - GUIDO CASTILLO (2)


SEGUNDA PARTE
Como Torres García me había invitado a que volviera a su casa, respondí su invitación con tanta asiduidad que muchas veces, supongo, llegué a ser molesto y a despertar diversos deseos de que espaciara más mis visitas y de que las hiciera más cortas. Pero yo era muy joven, y mi afán de saber y de vivir en otra dimensión, me hacía atropellar todas las normas de la discreción y del comedimiento. No fueron pocos los días en que llegaba un poco antes del almuerzo y me iba después de la medianoche. Torres García me soportó siempre con impasible estoicismo y nunca me dio muestras de fastidio o de aburrimiento que, sin duda, debió experimentar, en varias oportunidades, ante mi reiterada y prolongada presencia. Me avergüenzo y me alegro ahora de mi incorrección juvenil, porque ella me permitió conocer, hasta en sus menores detalles, la personalidad y la vida -en sus últimos años- de uno de los hombres más grandes de nuestro tiempo. Lo conocí como marido, como padre, como amigo y como maestro. No digo como artista porque lo era siempre, porque en la plenitud de su existencia cada uno de sus actos estaba determinado por el arte. Era un artista cuando hablaba, escuchaba, caminaba por la casa, corregía a sus discípulos y cortaba el pan sobre la mesa. Sólo lo vi pintar muy pocas veces, desde lejos y fugazmente cuando se entreabría la puerta de estudio- porque la pintura era para él un oficio solitario: una tarea íntima, alejada del público. Una de las cosas sin importancia que me sorprendió fue descubrir que pintaba con la mano izquierda aunque empleaba la derecha para escribir y para todo lo demás.

Su defecto -o exceso- más evidente y notorio era la cólera y, como acabo de contar, yo estuve a punto de ser víctima incauta de ella en mi primera vista a su casa. Aunque poco frecuentes, sus accesos de furor eran tan violentos como, por suerte, breves. Cierta vez que, en medio de una discusión acalorada, alguien le dijo una frase que pudo ser interpretada como impertinente o injuriosa, Torres García levantó una silla por encima de su cabeza con la intención de romper la de su interlocutor.
Y se la hubiera roto si no intervienen otras personas, y principalmente su mujer, Manolita, que era la que mejor sabía calmarlo en esas circunstancias. En otra oportunidad se enteró o sospechó que en el Taller Torres García -que estaba a pocos metros de su casa- algunos de sus discípulos practicaba un tipo de pinturas naturalista ajena a su enseñanza. Entró al taller ya con el ánimo alterado, y cuando vio las obras que allí había y la que un pintor en ese momento ejecutaba, su furia se desbordó de la manera más estrepitosa: se dirigió a todos los que se encontraban en el local con los peores insultos, de los cuales idiotas y traidores eran los más suaves y los únicos que se pueden reproducir. Arrojó los cuadros por el aire y agujereó algunos a puntapiés, mientras gritaba: ¡Quiten mi nombre a este taller y pónganle Taller de artes imitativas! El alumno que estaba pintando se echo a llorar, en una crisis de nervios, frente a los restos de su obra.
El propio Torres solía decir que su pecado más grave era la ira y que si tenía que ir al infierno sería condenado al círculo cuarto, donde Dante castiga a los iracundos. Ante esta afirmación escatológica, le recordé los bellos y tenebrosos versos que Dante hace decir a los iracundos en el Canto Séptimo del Infierno:
Inmersos en el limo dicen: Tristes fuimos
Bajo el aire dulce que del Sol se alegra
Llevando adentro un amargado humo.
Torres García me hizo repetir los tres endecasílabos, alabó su belleza y me dijo que él jamás podría hacer suyas esas palabras, porque era todo lo contrario de un hombre triste; porque creía que la característica de la espiritualidad era una serena alegría; porque no admitía ninguna forma de violencia y detestaba a esos melancólicos sombríos que todo lo ennegrecen con su visión rencorosa, y, finalmente, porque la cólera no era habitual en él, sino lo extraordinario y lo que a veces -cada vez menos- perturbaba su búsqueda de la paz y el equilibrio.
Cuando, más tarde, me enteré que Fray Luis de León -poeta que Torres García admiraba mucho- también había sido un iracundo, asocié inmediatamente la personalidad del escritor castellano con la del pintor uruguayo, y me di cuenta que hay ciertas formas de la serenidad y la armonía que sólo pueden ser conquistadas por los espíritus apasionados que no se cansan de vencerse, sin tregua, a sí mismos. De todos modos, siempre he pensado que el temperamento colérico de Torres García -menos dominado en la juventud que en la vejez- y su inflexible intransigencia con relación a determinadas ideas estéticas, contribuyeron a impedir que alcanzara -en los cuarenta y tantos años que no estuvo en Europa- el prestigio que la calidad excepcional de su obra merecía. Sin embargo, esa intransigencia frente a pintores, críticos y marchands, si fue causa de muchos sacrificios y penurias, sirvió también para mantener la grandeza, la solidez y la originalidad de una obra sin concesiones a ninguna circunstancia externa, en la que coinciden la más pertinaz unidad de orientación con la más rica variedad de maneras y procedimientos.

Por no transigir con las exigencias del mercado de la pintura, por no estar de acuerdo con los caminos que en ese momento el arte recorría, por negarse a complacer los gustos del público, o no traicionarse, en suma a sí mismo, Torres García, en 1934, abandona la tentadora y dura Babel del Viejo Mundo para regresar a su tierra, el Uruguay, en el lejano sur de la América del Sur. Se había ido cuando era un jovenzuelo de dieciséis años, deseoso de aprender los secretos del antiguo oficio de la pintura europea, y volvió como un hombre de sesenta años, lleno de sabiduría, dispuesto a enseñar una nueva -y la más ambiciosa- concepción del arte. Tan ambiciosa fue esa concepción, el constructivismo, que pretendió ser la síntesis suprema entre los elementos más fecundos de las principales tendencias del arte moderno -cubismo, surrealismo, neoplasticismo- por un lado, y las creaciones más permanentes y universales del arte del pasado, por el otro. Torres García no sólo buscaba su pintura, sino la pintura en sí; no una forma más del arte, sino el Arte Absoluto.
Antes de continuar con la vida de Torres García en Montevideo, hasta su muerte, y con los recuerdos más importantes que conservo de su actividad y de su persona, es necesario que nos detengamos un poco en el constructivismo, después de hacer una breve referencia al itinerario que recorrió para llegar a esa nueva teoría.
A fines de la centuria pasada, cuando tenía poco más de veinte años, demostraba dominar con asombrosa perfección el oficio académico de la pintura, que había aprendido en España, la tierra de sus mayores. Muy poco después, a principios de este siglo, revela un creciente desasosiego ante esa vieja y noble técnica de pintar, en la que todo ya está hecho y que nada nuevo dice. Ya se ha pronunciado la terrible pregunta: el pintor ha visto el rostro de su esfinge, y ha visto, además, que ella lo mira con devoradora fijeza, con los ojos que no sueltan. Su búsqueda, nunca satisfecha, fue orientada por Van Gogh, Gauguin, Toulouse-Lautrec más en particular y, por supuesto, le père Cézanne: en todos ellos estaba la pintura, pero ninguno de ellos, ni nadie, era la pintura misma. Eso lo supo Torres García desde el principio, y eso fue lo que enseñó hasta el final: la pintura no es propiedad de alguien. El pintor -al igual que los antiguos poetas- debe invocarla como una esquiva divinidad; citarla, como el amante a la amada -o como el torero al toro- y ella concurrirá, graciosa o mortalmente, a la cita, revelará los misterios y en una suprema inteligencia mística hará don de sí misma en la medida que el requerimiento sea una entrega. Esta idea platónica y, en cierto modo, neopitagórica del arte es el fundamento, cuasi romántico, del extraño clasicismo personal de Torres García, el cual tiene poco que ver con lo que comúnmente se conoce bajo ese nombre y que muchas veces significa todo lo contrario porque el pintor uruguayo lo encuentra más en Egipto y en la Grecia preclásica que en la Grecia de Pericles; más en el periodo gótico que en el Renacimiento y más en elromántico que en el gótico.
Cierto es que, en Barcelona, con lejana influencia de Puvis de Chavannes, encabezó -con la colaboración de Eugenio d`Ors- un arte mediterráneo, inspirado en Grecia y en Roma, y que pintó frescos en los que parece flotar el espíritu bucólico y geórgico de Virgilio. Sin embargo, pronto abandonó las tentaciones nostálgicas de ese arte arcaico y se lanzó a expresar cada vez con más intensidad la vibración delirante y feroz de la vida moderna, hasta llegar a 1928, que fue la culminación de esa etapa. En ese año -que algunos comentaristas han denominado el divino 28- Torres García pintó como nunca, tanto en cantidad como en calidad: creaba varios cuadros por día, sin pausa ni sosiego, con el frenesí luminoso de un visionario enteramente dedicado a objetivar su resplandor interior.Tan fugaz como fecundo, fue el periodo dionisíaco por excelencia, dentro de la trayectoria del gran maestro, y las obras que llevan esa fecha así lo demuestran: cálidas, expresivas, vehementes, apasionadas -violentas a veces-, de originalidad y sabiduría asombrosa siempre, integran un conjunto que ha quedado como uno de los ejemplos más importantes, en nuestro siglo, de eso que los pintores -los que no quieren saber de confusiones- denominan la pintura pintura. Se podría decir -empleando la terminología goethiana- que en 1928 Torres García vivió las catarsis romántica que le permitió curarse del romanticismo. Poco tiempo después, entre el final de 1929 y principios de 1930, encontró su estilo clásico propio con la creación del constructivismo.
Por ese entonces, en un francés bastante rudimentario, escribió un libro titulado Dessins, que es, en realidad, el más antiguo manifiesto del constructivismo que existe. En dicho manifiesto Torres García llega a decir cosas como ésta: Algo que yo sé bien es que me interesa más un museo etnográfico que un museo de pintura. El hombre de las catedrales ha pasado; el hombre de hoy construye máquinas. Grandes puentes metálicos. Grandes transatlánticos. Y usinas.
Eso lo dice uno de los más grandes pintores de nuestro tiempo, luchando contra sí mismo y contra lo que más quería. La pintura -la que tanto le había dado y a la que había entregado su vida-, ese artilugio de nigromancia, que pretendía apresar la luz con el conjuro de sus sombras ilusorias -claras las luces de las sombras vanas- se convirtió en la gran tentación diabólica, en el pecado original del que había que purificarse para encontrar el arte verdadero. Torres García, que era capaz de contradecirse como el mejor, no insistió mucho tiempo en esas negaciones, aunque conservó algo de su esencia: entre tantas pinturas particulares era necesario dar con una pintura universal que contuviera toda la pintura; encontrar una dimensión en la que armonizaran una catedral, un puente metálico y un trasatlántico. En su afán de unir los contrarios, Torres García, frente a las tendencias que predominaban en aquella época, inventó la síntesis que superaba los términos, dialécticamente opuestos, del surrealismo y el neoplasticismo, los cuales siempre estuvieron al borde de lo extrapictórico, pues si en el surrealismo predominaba la poesía, el neoplasticismo se orientaba hacia la arquitectura. En ese sentido se puede decir que así como el cubismo está un paso antes de esas dos posturas antitéticas, el constructivismo está un paso después.
El primero las anuncia, embrionariamente; el segundo trasciende y abarca en una unidad superior, en la que coinciden lo particular y lo universal, lo subjetivo y lo objetivo, lo mental y lo sensorial, la lógica y lo irracional, la estética y la metafísica.
Más cerca, por un momento, del neoplasticismo que de las otras escuelas, Torres García dedicará más tarde a su amigo Piet Mondrian el libro Estructura, donde desarrolla las ideas fundamentales del arte constructivo. No obstante esta relación con el neoplasticismo, y en particular con Mondrian, Torres García rechazó muy pronto la abstracción total casi con tanta vehemencia como había rechazado el naturalismo imitativo. Para él ambos extremos eran inventos nórdicos, procedimientos bárbaros, ajenos al espíritu de esa secreta tradición clásica que siempre anima las creaciones del gran arte universal. Por eso la pintura constructivista -medida por el compás de oro y dentro de un orden rigurosamente ortogonal-, aunque puede considerársela como arte abstracto, contiene referencias a la realidad mediante grafismos, signos o símbolos de las cosas. Pero contrariamente a lo que se podía suponer, Torres García enseñaba que no eran los símbolos los que debían determinar la estructura de la obra, sino que era la estructura la que determinaba la índole de los símbolos. Porque en el constructivismo los símbolos no son de carácter intelectual, pues no expresan tales o cuales mensajes que pueden ser descifrados, sino formas mágicas que deben ser aprehendidas en sí misma, como hechos plásticos puros.

Simplificando un poco más las cosas, se podría decir que, desde el punto de vista de la pintura y del arte, el constructivismo está en la trayectoria de los grandes cubistas, y que, desde el punto de vista de la abstracción geométrica y de la teoría, se vincula lejanamente, a los elementaristas o neoplasticistas, Sin embargo, mientras Mondrian parece, a veces un geómetra que pinta, Torres García es siempre un pintor que a veces -y sólo en parte- hace geometría. Es cierto que en el arte constructivo -como en la Academia de Platón- nadie entra que no sepa geometría, pero también lo es que esa platónica condición previa a la iniciación artística está muy lejos de ser suficiente para la revelación final de los misterios.




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