sábado

TARIK CARSON


OGEDINROF

(el primer relato escandalosamente visionario que publicó en 1970 el autor en la revista Universo)

Tuvimos que aniquilarlos.

Habían huido al monte, abandonándolo todo. La mayoría eran gordos pusilánimes, deficientes congénitos; los demás, sí, eran sabandijas, radicales, elementos difíciles de roer.

Entramos de madrugada a sus casas. Veinte o treinta hombres armados con escopetas de alto calibre, rompemandíbulas de acero, cuerdas de piano, cachiporras de plomo, tanzas para atar. Rompiendo puertas y lo que se entrepusiera, empezando por las hijas. Hablaron, y registramos, de paso, algunas comprobaciones psicológicas para la estadística. Hubo dos o tres sujetos que no hablaron, tras los culatazos, tirados en el piso, maniatados con el feroz hilo. Les rompieron los dientes con las manoplas. No hubo algo mejor. Luego los colgaron afuera, con las patas hacia arriba. Gritaron como cerdos, pero sin la resistencia de los cerdos al primer acto en la arteria. Así fue como las envasadoras chuparon a la "vanguardia" de ese grupo. Yo observaba y oía desde el vehículo, quieto, en la penumbra; pocas veces modificaba las instrucciones y las órdenes bien practicadas y calculadas para que suscitaran el efecto deseado. (No recuerdo ningún caso histórico en que el ejercicio halla fallado en el beneficio de una actitud opuesta.) Y todo, según las órdenes de práctica.

Después, los demás perseguidos padecieron más o menos lo mismo. Primero, se perdieron en la trama del monte; luego, los primeros cautivos confesaron, sin alternativa (nadie puede con eso). Los arreamos hacia una empalizada. Se caían en la dura y polvorienta tierra de los caminos, sudados y ensangrentados; pero obedecían aún, a medias; tenían esperanzas de vivir. Y menos se puede con eso. Una vez juntos, sacrificamos al jefe. Le quitamos con profesionalidad la piel y las vísceras, le introducimos con molesto esfuerzo un palo puntiagudo que le salió por la boca. Lo asamos. Luego de tantos días de campo, había un hambre voraz, y las órdenes se justificaron. Toqué mis labios con un pedacito de carne. No estaba mal; algo dura, quizá, porque siempre fui vegetariano.

Obligamos a los demás a caminar hasta el ejido. Clavamos estacas gigantes, mientras avisábamos a la gente del pueblo para que se acercara. Los empalamos con paciencia para difundir el terror. Luego llegaron los camiones refrigerados, de acero inoxidable, lanzando los destellos del maligno sol.

No hubo ni atisbos de protesta y el Comité decidió dejar la parte del león, cabezas, tripas, sexos, en las casas de las víctimas. El argumento, dudoso a mi entender, fue que así se eliminarían resentidos: con la carne de los padres adentro, los hijos, antes de convertirse en sabandijas rebeldes, tendrán que suicidarse. Afirman los tecnócratas que el genero humano funciona siempre igual ya que es imposible huirle a la Naturaleza. El cielo y la tierra están aislados y los preceptos teóricos o nominales de aquél no nos afectan; si Dios hubiera querido que así fuera, nos los indicaría en su inmensa misericordia, o hubiera distribuido las piezas con la balanza.

Todo ocurrió con la perfección y belleza de una relojería antigua. Las difusoras de información, con los seductores del verbo, enviaron el enema cerebral prediseñado. El porvenir, con la comprensión popular suscitada, se nos fue rindiendo día a día, una vez más. Cesó la crisis famélica, los frigoríficos y las enlatadoras trabajaron día y noche. La protesta inconsciente, delatada por los soplones electrónicos caseros, fue dejando de latir poco a poco.

Por enésima vez los hombres del Consejo de Seguridad Nacional sobresalieron en la televisión. Los más poderosos, o los con una mayor vanidad, ocupaban, con distintos argumentos, día y noche la pantalla de la televisión. Cuando sus virtuosas lenguas se agarrotaban, venían sus hijos, o sus protegidos, multiplicados como extraños. Y siempre la tensión creada fue perfecta, repitiendo y repitiendo el mismo lavaje en infinidad de envases. Naturalmente, ante una imagen de la felicidad y la evasión mágica que está en todas las hogares a bajísimo costo, ¿quién querrá negarse?

Como el batallón de tareas estaba a mi mando, el tedioso informe recae sobre un servidor. Se archivará en el Banco Histórico. Puedo entonces entregarme a mi libertad mental, y no habrá represalia de los enemigos internos. Temo, sí, que mi hembra me delate ante el Confesor Mensual, si llega a presentir algo extraño. Nuestros métodos, por desgracia, no son perfectos aún y llegan hasta casa; mi mujer y mis reproducciones no imaginan otro mundo, el mundo verdadero que es el mundo más oculto. No pueden verlo (no pueden saber ni ver algo distinto a lo que ven en la caja mágica) y yo no puedo socorrerlos.

Tal vez, estos dichos se presenten como las vergonzosas confesiones de un disidente, de un carnero traidor, una maldita sabandija. Pero, no es así, ni es una defensa ni una justificación. Se debe a un pensamiento de una posibilidad de futuro distinta de las estipuladas como justas por el Consejo. En parte, debo reconocerlo, son debilidades, pequeñas disidencias, insuficiencias de la Escuela de Adaptación Mental; mis enemigos internos dirían que son rastros malditos del pasado, desobediencia a los Mayores, en fin, acaso brechas en la esfera universal que aún creemos perfecta.

De todas maneras, es improbable cualquier adversidad. Si hay algo seguro en nuestra Tierra es el Banco; yo lo protegeré más después del informe; ahora otros lo protegen por causas similares. Aún no hemos vislumbrado la etapa histórica en que podremos soltar la imaginación para expresar lo que presentimos como verdad, sin temor que ésta destroce nuestra posición en el mundo.

Para los hombres de la cúpula, jefes del futuro (el Banco publicará esto dentro de cien años), es importante la tranquilidad de saber que hacia atrás en el tiempo, como hacia adelante, sus dinastías fueron y estarán aseguradas. Se cambiaron los nombres, nada más. Si no caigo en desgracia, y sigo la tradición, nadie sabrá que los hijos de mis hijos ocuparán mi puesto, el cual, a su vez, fue de los abuelos de mis padres. Con otro nombre, claro está. No tenemos el orgullo de los apellidos ilustres, de sangre, como en otras épocas. Hemos perdido los gustos superfluos, forzados por la vieja "revolución" (pero, la naturaleza humana no puede cambiar). Y esto justifica que utilice ahora palabras que ya no se usan y que sólo existen en los Archivos de Seguridad, que únicamente los elegidos podemos revisar. Entonces, podríamos recordar lo que significaba: protesta, burócrata, adulterio, riqueza, individualismo, huelga, libertad, privilegio, totalitarismo, etcétera. O las frases soberbias para el oído: Sociedad sin Privilegiados, Sociedad Democrática, Solidaridad Social, Libertad o Muerte, Grito de Gloria y Grito Sagrado.

En los anales del Consejo, de modo paulatino, pude observar las órdenes de anulaciones de las palabras, y siempre, como prefacio, lo siguiente: "Sin otra alternativa política, por el bien el pueblo y de su libertad...". Por ejemplo: protesta fue abatida al anularse privilegio o injusticia; burócrata fue utilizada en la antigüedad para denigrar a los heroicos mártires del Consejo, y hoy es una palabra-muestra de la ruindad en que habían caído los pueblos del pasado, poseídos por la envidia; huelga fue muerta, felizmente; libertad e individualismo han sido dejadas de lado, por si fuera necesario volver a utilizarlas (en verdad, la libertad, cosa tan imprecisa, es inconcebible como arma para batir al Bien); arte fue integrada a psicosis, y los que sufren de esto siempre terminan en los Hospitales de Seguridad, o, más eficazmente, y para mi gusto, sin trabajo ni medios de vida, ni sendas para la expresión (pues en los Hospitales aún tenemos que matarles el hambre); privilegio fue calcinada por inservible, o sea, servible sólo a los psicóticos; un caso raro ocurrió con totalitarismo, que luego de brindarnos un gran servicio pasó al Museo, junto a la bomba atómica; riqueza, lo mismo, es un término inservible, inexpresivo, que no califica nada, salvo una revelación punible: la envidia, pues solamente a una sabandija enferma le puede importar que otro ser humano pase gozando de lo mejor toda la vida; luego, en el campo de lo menor, están las palabras de índole glandular, como celos, sexo, adulterio, himeneo, etcétera, todas igualmente en el cajón de la podredumbre.

(Con severidad, deslizo esta digresión, bastante necesaria para el entendimiento del informe; es admisible que cambian algunas cosas en cien años.)

Mi libre albedrío me permitiría continuar con mis recuerdos, pero no someteré nadie a la triste tarea de perseguir elucubraciones sin mayor ilación, sin el realismo en boga para uso de informes rigurosos (ya no existen relatos o literaturas anarquizantes).

Así es que volviendo a la anécdota inicial, el "hombre fuerte" de los paranoicos se llamaba Deimos. Por esas cosas de la vida, aparte de su inferioridad hereditaria que quiso discutir por medio de las armas, tuvo un problema personal conmigo. Mi psiquis sutil nunca pudo soportarlo, ya fuera en presencia o en recuerdo. Yo soy achaparrado, camino con los pies abiertos, tengo la piel extremadamente blanca, las caderas anchas, el pecho atrofiado, y, por encima, un vientre indomable. Deimos no salió como nosotros; la Naturaleza, como es de costumbre, discriminó con alevosía.

En mi vigésimo aniversario me hicieron miembro del Consejo. Dos años después logré, por un toma y daca hábilmente ejercitado por mi padre, el puesto de reproductor, que fue siempre una tarea para los favorecidos por la Naturaleza. (Por aquellos años, en lo único que pensaba era en penetrar a las hembras, para lo cual me munía del mayor disimulo imaginable; pues estricta y solamente eso ocupaba mi mente todo el tiempo, y, paradójicamente, pese a mi vientre, mi comportamiento era el de un inagotable padrillo.) Mi padre se dio cuenta, y logró que el Consejo de Seguridad Nacional tomara algunas decisiones, decretara algunas excepciones, y usara cuanto truquillo da el poder, etcétera.

En el presente, a los dieciséis años los muchachos son llevados al Centro Médico y se los hace copular con algunos soberbios animales de porte y cobijo. Se los examina cuidadosamente. A muchos se les corta las membranas de los pies y las manos (palmípedos a la espera de la caída de la cuarta Luna), se los circuncida, si la maquinaria sexual admite mejoras. También se les revisa el cráneo, por el asunto de la calvicie o el grado de atrofiamiento de orejas; casi demás está decir que lo primero que se computa es el atrofiamiento posible de testículos, situación que haría innecesaria la inoculación que los dejará estériles de por vida. Solamente los perfectos fecundarán. Esto, según la Ley. Como es natural, hay excepciones. Yo siempre fui calvo, raquítico en más de un aspecto, como les confesé; pero, eso sí, jamás di tregua a los cobijos púbicos que ustedes imaginarán. Soy un fenómeno para los médicos. Pero no voy a hablar de mí, el curso de los hechos tal vez lo esté haciendo con elegancia.

Deimos, con su escandalosa perfección, también estaba dotado para las gestiones de la libido; quizá me aventajaría, no lo sé. Los médicos militares son hombres, y los hombres se pudren más o menos como otras cosas vivas. Además, sus cerebros se equivocan. Yo fui en lugar de Deimos; aunque, tuve que exponerme al castigo y secretamente desnudo al reconocimiento de los cofrades políticos de mi padre, a la comprobación efectiva de mi ruda acción frente a la estrechez de la memorable pureza (todo ello documentado en los magnetos), y guardar las apariencias frente a la opinión pública por algún tiempo.

A Deimos, en cambio, se lo trató bien; lo inyectaron, y, para resumir, no creo que haya sentido nada. Luego lo supo. El Consejo había condenado a toda su familia a llevar de por vida las cabezas rapadas y teñidas, a causa del pasado paterno. Tal vez, por esto se rebelaron y lo difundieron a los cuatro vientos, con un rencor imaginable. Tal vez, Deimos ya se había solazado con los goces del forniqueo antes de lo permitido, y tras la esterilización se ejercitó en la aritmética calculando las eyaculaciones que habría de perder por el resto de su abyecta existencia. ¿Quién lo sabe?

Unos años después, Deimos comenzó a conspirar de la única forma posible: con el silencio, con la envidia, con la mala voluntad. (Según informes de Inteligencia, usaba una peluca pelirroja de uso común hace algunos siglos.) Por fortuna, algún demiurgo nos concedió la gracia de que el silencio no sugiera nada a los energúmenos embotados o desinformados absolutos. La protesta fue arrastrada por el tiempo, una vez más, cubriéndose de sangre y polvo, solitaria, viéndole siempre la espalda a la solidaridad esperada. Se le adhirieron apenas unos gatos locos, o sea, nada ahistórico.

Pasaron los años y yo, en mi tarea de padreo, fontana de la especie, mantuve a mi pesar cierto vínculo mental con este individuo y su familia. Un vínculo enfermizo, que siempre me dañó la psiquis. Pensé redimirlo con una confusa piedad, hacerlo comprender que podía ser heroico el hecho de lamer unos pies, de rendirse ante la inevitable fuerza de la Naturaleza. Pero fue imposible para él observar la vida con ese espíritu. Yo, en su lugar, me parece que tendría una similar incapacidad.

Entonces mi tiempo transcurría en el Ministerio de Salud Reproductiva. Me sentía totalmente predispuesto a las tareas del lugar. Tenía un pequeño grupo de cincuenta soldados bajo mi mando. Me alimentaban con los mejores nutrientes, me examinaban cada semana, me calmaban todos los caprichos y gustos. Eso sí, debía eyacular todos los días con un mecanismo que es un maravilloso ritual. Las hermosas mujeres jóvenes eran llevadas a las antecámaras. Mis acólitos las excitaban con maestría. Cuando lograban llegar a la cresta, las conducían a mi lecho, donde yo en general acababa la faena. Muy pocas veces me ocupaba del prefacio rutinario, pero el derrame me era obligatorio. Después usaban los émbolos de extracción, llevando luego la simiente a los refrigeradores del Banco. (De suyo va que a diario ingería la droga auxiliadora; la raza no vive su mejor momento.)

La elección era sencilla. Diariamente iban los estetas por los barrios escojiendo a las féminas más jóvenes y bellas, casadas o no. Por Ley podían ser hasta de treinta años. Y por Ley los reproductores no podíamos elegir, sino servirnos de lo que viniera. Pero los del Consejo tenemos alguna responsabilidad superior ante la gente. Yo las elegía oculto detrás de los vastas ventanas espejo, mientras ellas se bañaban dócilmente preparándose para el aporte.

Lo obvio es que las mujeres están disponibles, si valen físicamente algo, de esa edad a esa edad, para la conservación de una especie pura. Yo no insistiría acá en que fueran, también, puras en lo ideológico. Aunque dos tendencias han sido y son enemigas aciagas de la Humanidad: la diversidad de ideas y de razas, cosa que ha concebido los mayores alborotos de la historia. Ya en la Epoca Moderna los grandes políticos construyeron un dogma con esta verdad; a pesar de la vieja denigración de los últimos intelectuales cagatintas y vocingleros que logramos suprimir a diario.

Deimos tenía dos hermanas opulentas, no en cerebro, pero sí en largas pelambreras (me encargué personalmente de que a ellas no las afeitaran ni tiñeran) y carnes soberbias y torneadas con perfección. Yo las atendí a voluntad, generosamente. Aunque era rebeldes y apretaban las piernas, o cerraban los ojos mirando con asco hacia otro lado, yo me sentía demostrador de la gentileza de la raza, de la fuerza de lo natural, del ser de las cosas humanas. (Debo admitirlo, eran de las pocas mujeres que me producían una tremenda y casi dolorosa dilatación vascular, y luego el relajante sueño.)

Así experimentaba yo, en un semi secreto, sensaciones que los ejecutivos del Consejo no sospechaban. Aunque tampoco podrían creerlo, por mi aspecto, si es que tuvieran intención de censurármelo. En tales asuntos lo aconsejable es pasar desapercibido.

De esta manera, pasó la omnipotencia de mi padre a mí, como la mía pasará a mis reproducciones. No hablaré de nuestras hembras personales, que llevan un velo y son ejemplares exclusivos de los jefes, y que cumplen, digamos, con un rito social, nada más.

A raíz de este sistema, Deimos fue progresando. Creyó que toda protesta legal sería inútil y desdeñó todos los privilegios ofrecidos por el Sistema. Aunó muchos envenenados de envidia, cabezas teñidas, como él. Tal vez, instigado por el ejemplo del padre, se levantó en armas junto a estos desgraciados y a otros traidores y disidentes ocultos, revelando una vez más los peligros de la más corrosiva actitud antisocial.

Su padre también había huido con otros antisociales a los montes, y allí se habían transformado en bichos. El Consejo de Seguridad no accionó contra ellos; esperaban que se murieran de hambre y de soledad (no lograban la solidaridad ni de los perros salvajes). Luego, en cambio, los científicos experimentaron nuevas armas. Los ubicaron por medio de soplones bien pagados y les lanzaron los microbios. Meses después, los científicos captaron espantosos rugidos en la zona, y lugares de la jungla donde la vegetación había muerto como si la hubiera barrido la radiación. Y con una expresión sofisticada, fumigaron con hidrógeno líquido, gas mostaza, residuos de uranio y rarezas de mentes de laboratorio.

Durante dos o tres años la jungla fue un centro de experimentación que la gente podía observar al detalle por la televisión. Cuando hubo silencio, entraron las brigadas con los trajes especiales. La vegetación, en efecto, había evolucionado de un modo asombroso. En lo alto de las sierras, en varias grutas, los encontramos uno a uno, metamorfoseados en gigantes amebas de tres o cuatro metros. Estaban adheridos a las piedras, y respiraban contrayendo unas enormes aletas transparentes, en cuyo interior había, tierra negra, hierros retorcidos y oxidados, plásticos y curiosamente hasta papel de viejos libros.

Es fácil imaginar el espectáculo que constituyó el hecho para los millones de televidentes ablandados por los habilidosos comunicadores, mantenidos en vilo durante días de lavaje mental continuo.

Así finalizó aquel individuo extravagante, padre de crianza del "ciudadano" Deimos. Tal vez, al fin, la crianza sí sea lo que hace al hombre. Nadie niega que Deimos fue hijo de su padre, educado por fuera con los principios de Libertad, en las escuelas de la Nación, sin embargo, fue aleccionado por dentro hacia la envidia y la violencia.


Deimos tuvo la habilidad, o la suerte, de apalabrar y ser aprobado por una mujer espléndida (e ignoro hasta hoy ignoro sus atributos de consuelo carnal). Y por la pernada jurídica la mencionada concibió seis hijos míos. A esta hembra, irresistiblemente -lo reconozco- tuve que cubrirla de forma poco santa, muchas veces, por indomable. Tenía unas nalgas formidables y tan fuertes que me hizo recurrir a formas heterodoxas. Estas partes turgentes ejercen sobre el hombre un poder misterioso, sin excluir otras redondeces magníficas. Luego de un tiempo, noté que el odio menguaba en sus ojos de potra salvaje. Además, qué memorable placer me proporcionó siempre, aunque luego de las secciones los dos quedáramos con las glándulas exhaustas y, seguramente, con cierto asco indefinido y somnolencia.

Al fin, tuve que retirarme, como ordena la Naturaleza y el orden jurídico de la Nación. Me contraté cuando ya estaba harto de mujeres, con las glándulas prematuramente envejecidas, mal que ignoré al principio. Supongo que debo confesar que estuve invadido por la idea de abrir mis glúteos a algún hombre y renacer flagelado por la nueva experiencia. Pero, las tareas políticas en el Consejo no lo permitirían, perdería mi prestigio y acabaría destrozado por la envidia de mis oponentes naturales, que siempre están si uno boga o no boga. El compromiso con mi pueblo y la política ejecutiva siempre fueron superiores a mis pulsiones glandulares, y además ya había transitado mis prácticas de pavo real.

En el presente, me agobian las tareas sucias de la Sección Seguridad. Los métodos más modernos de persecución y descubrimiento de conspiradores se deben a mis modestas ideas. Enfermos paranoicos, delirantes de la política, tarados innatos, utópicos de manicomio, ratones de biblioteca, criminales, artífices del desfalco. Lo más tedioso es la delicada tarea de persecución, el uso de "guantes blancos", la manera de observarlos y ficharlos para que no les den sorpresas, ni forma alguna de reunión o expresión, e igualmente el estricto respeto de los procedimientos, según la jurisprudencia, y su catastro, etc.

Explicaré ahora las vicisitudes de Inteligencia que condujeron a la desaparición del señor Deimos y su pandilla.

Naturalmente, estaban al acecho de una oportunidad. La crisis de la carne, por ejemplo. Los enfermos mermaron con el verano y la poca humedad, la Sección Alimenticia contribuyó con la negligencia burocrática, los de los frigoríficos se vieron estancados sin carne que enlatar. También se empezaron a acabar las reservas envasadas. Faenamos a los de los presidios de alta seguridad, luego a los de los presidios menores, a los de los hospitales de recuperación siquiátrica, y hubo más espacio vital. No recuerdo cuánto duró esta emergencia; pero la solución empezó a disolverse cuando algunos oficiales de Seguridad, por su cuenta, empezaron a faenar en los barrios bajos. Hubo unos degüellos sumarios, para recordarles la disciplina, pero los hombres no se sostenían. Salían por las noches y, usando el armamento del cuerpo, carneaban, a veces, solamente para hacerse de un pernil entrado en grasa, o un par de senos desmesurados que antes habieran usado con otros fines.

Mi desesperado plan, presentado al Consejo, fue el siguiente. Los subversivos estaban fichados, como es obvio. De pronto, publicaron un artículo en el diario Verdad Republicana. Era vrulento, contra el Consejo. Al día siguiente, replicamos denunciando a los conspiradores. No podíamos permitir un regreso a la Epoca Moderna, el retorno a la anarquía, a la libertad mal entendida, etc. Los muchachos de la televisión hicieron el resto. Hubo acusados, documentos de la conspiración. Se ofrecieron recompensas. Mis hombres las cobraron y delataron a los conspiradores. Les dimos la oportunidad para que huyeran. Así esperábamos ahorrarle dinero al Consejo, matándolos sin juicio alguno, y toda la farsa de justicia requerida por reglamentos y legislaciones.

No hubo trastornos. Los muchachos huyeron como siempre. Matamos en su misma casa a uno u otro que no quiso huir. La televisión no cesó de informar. Había novedad y promesas excitantes para el público. Sabemos que esas cosas producen picazón. La gente estaba exacerbada de odio, y canalizaron su odio por allí, como siempre que está en juego la Nación. Mencionábamos las palabras Patria, República, Bendita Tierra, Soberanía Nacional, Grito Sagrado y otras consignas. Mi preferida siempre fue la ancestral fórmula Nacional y Popular sumada a Democracia y Libertad, que se afirman como infalibles.

Cortarle el cuello a Deimos fue una de las sensaciones más extrañas que tuve en mi vida. Un trago acerbo, sin duda. Hubo cierta similitud familiar; anteriormente, mi padre fue contra su padre, luego me cupo en suerte un papel no menor.

Lo mandé colgar de las patas (ya no eran pies humanos). Yo estaba dentro del blindado, detrás de los vidrios oscuros, con el aparato en la mano, dando las órdenes. Luego salí del auto. El tiento le cortó la piel de los tobillos y resbaló quejoso en el palo verde que lo resistía. Sus brazos, cubiertos de harapos se balancearon un buen rato, ayudados por el viento de la sierra. Extendí la mano y me dieron la navaja. Había alrededor mucha gente. Oficiales, soldados, mirones y nuestros soplones campesinos. La cabeza de Deimos, peluda, sucia de tierra, resistía sin fuerza. Me reí, como a veces en los entierros me reía, sin saber por qué precisamente, y Deimos me miró entreabriendo sus abotagados párpados. Hice una señal y entonces pusieron el balde. Lo tomé de los cabellos, bastante pegajosos, con hojas e insectos, y tiré un poco. Una garra me tocó, sin llegar a arañarme. Después, la penosa garra de uñas sucias se distendió sin vida. No quise alargar el hecho. Fue una actitud seca, me gustaría decir magnánima. Un chorro caliente me manchó el pantalón; fue un chorro oscuro, caliente. Luego, más débil, invadió su barba, cubrió los ojos azules, su pelo enmarañado, posiblemente seductor de féminas sin mucha previsión. El balde retuvo lo suyo, sin lugar para el desperdicio.

Lo último que vi de su cuerpo laxo, fue su hombría, corta y casi gruesa, hacia un lado. ¡Dios, pensé, ya no ofendería a nadie! Tuve un impulso hacia él, fueron unos segundos, nada más. Algo extraño. Luego observé, a través de mis anteojos oscuros, a mis hombres, a los delatores, que me observaban en silencio esperando el dinero.

Debo decir que la emoción de desangrar a un hombre, de perseguirlo, de imponerle el más alto valor en nombre de lo nacional y de la totalidad patriótica, de la paz y de la democracia, del pueblo, en fin, y que, por añadidura, esa emoción pueda saciar el hambre de la gente es algo inefable. El pequeño detalle posterior, ejemplificador, del asado, condimentado, o simplemente de que se lo "sienta", es un pormenor desdeñable.

A veces, en mis tribulaciones, he comparado la sensación por el deber cumplido, con la percepción de la magia del espíritu humano que nos toma cuando uno es aclamado por un millón de personas ciegas, excitadas, violentamente instintivas, en un glorioso discurso patriótico. Demás está pensar que sé con perfección que no todos pueden experimentar esto último (razonablemente, no todos pueden ser números uno). Pero sí pueden experimentar algo similar: la sensación del olvido absoluto en el orgasmo de más sublime labrado. Significo con esto que he estado alguna vez en el tablado presidencial junto al pueblo congregado, y sé de sus vibraciones magistrales.

Pienso que tal vez en esas percepciones tan refinadas, en el poder de captarlas, resida nuestra grandeza, rara, discutible, envidiada y sufrida. Hablo de los que tenemos responsabilidades. Los líderes. De todo, reverbera una gloria casi eterna, que se pierde en el pasado de la humanidad, donde conviven la aclamación, la fama ubicua, la espada infinita bautizada con sangre, el cúmulo del goce, padre y maestro de los que siempre cabalgaremos a la bestia.

Proclamo esto, que será un documento histórico, como signo de mi respeto por el futuro de la Humanidad, y la más alta aspiración de los corazones ávidos de felicidad y comprensión de la Naturaleza. Creo que he cumplido, con obediencia y humildad. Fui homicida para imponer el bien y la paz en la Nación, como inseminé para preservar de la extinción a la especie pensante. Mi instinto y mi deber morirán enlazados. Y que no vaya el futuro a confundir amor por la verdad con puntos débiles o nauseabunda rebeldía. Admito que pueda haber algún mareo devengado por el fragor de la lucha y el correr de la sangre, alguna falta de objetividad y hasta injusticia. Pero, en la lucha apostólica contra la herencia reaccionaria de un demonio con cabeza de hidra, que es la vieja Envidia, y la ilusión de que es mejor destruir y empezar, que simplemente mejorar y perfeccionar, ¿quién podría garantizar un juicio sin errores?

Además, ruego a Dios que la conciencia popular del futuro perdone la efusión y pasión del caso. La justicia y el bien en nombre de Dios y la Nación nos encumbrarán, libres de todo oprobio por el trabajo realizado.

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